Con su caja de dulces, recorriendo la ciudad, el chico de la fiesta, siempre listo pa' gozar. Con un traje sencillo y sonrisa celestial, te ofrecía caramelos y un rato sin igual. Era dueño de la noche, de la risa y del azar, su negocio era endulzarte, en la calle o en el bar. El dinero no faltaba, ni el brillo en su mirar, pero el fuego que encendía lo empezó a consumir más. Dulces y promesas, vendiendo ilusión, una vida llena de contradicción. En cada mirada dejaba su miel, pero su destino lo llamó cruel. ¡Caramelos que saben a fuego! Su dulzura lo llevó al infierno. En su mundo no hay vuelta atrás, el chico de la parranda ya no está.